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Ciudadano, libre, profeta

Descalzos, o con unas miserables sandalias en los pies, vistiendo un sayal en vez de coraza; blandiendo el báculo en lugar de espada. De cuando en cuando aparecían en los grandes palacios con sus barbas largas y sus sucias cabelleras, pero con la mirada limpia y fulgurante. En realidad no eran 'nadie', ni grandes guerreros, ni aristócratas, ni poetas, pero allí estaban, sin violencia pero con fuerza. Llegaban a los pies de los tronos de los poderosos para señalar con su dedo al monarca que fuese y denunciar sus injusticias: eran los profetas de Israel y, por algún extraño motivo, aquellos gobernantes -acostumbrados a la arbitrariedad y muchas veces al crimen- les escuchaban. Luego -por supuesto- les tocaba huir, esconderse en los bosques y las grutas y temer por su vida cada día. Pero cumplían con su cometido, protegidos por una extraña aura llegaban, soltaban su bombazo y se iban. Después -como los guerrilleros-, aparecían, soliviantaban al pueblo y desaparecían en el desierto.


Da igual la creencia que uno profese o que no profese ninguna. La Biblia, Homero, Shakespeare, El Quijote, la Divina Comedia... hay libros y autores sin los cuales no se entiende Occidente. Hay principios humanos, formas de ser propias de nuestra cultura que tienen su origen en ellos. Si el espíritu de las armas de Atenea -del que hablábamos el otro día- es uno de ellos, el espíritu de los profetas de Israel es otro. Podemos preguntarnos -y es justo hacerlo- qué puede aprender un ciudadano del Occidente moderno de estos seres grotescos (sí, grotescos, puesto que vivían en grutas). Muy sencillo: la valentía frente al poderoso. Cuando uno lee los relatos de la vida de estos hombres o sus profecías, se encuentra una y otra vez con hombres solitarios, poco comprendidos -pero admirados de una u otra manera- que se encaraban al monarca o el juez de turno (judío o extranjero), para avisarle que los derechos de Dios, de los huérfanos o de las viudas no eran respetados y que por ello las consecuencias serían terribles. Por otro lado, podemos asumir -o no- que el ejercicio del poder es algo necesario, pero lo que es indiscutible es que tiende siempre a extenderse. El que lo tiene con frecuencia se ve tentado de extralimitarse. Es ahí donde el espíritu profético se vuelve necesario para que las sociedades libres lo sigan siendo. No importa lo bien hechas que estén las leyes, lo bien que estén separados los poderes o lo buenos que sean los mecanismos democráticos. Donde no haya ciudadanos con espíritu profético, habrá poderosos dispuestos ampliar su poder.


Sin embargo, llegados a este punto se puede confundir la capacidad profética con el espíritu de protesta. Lo segundo es abundante en nuestro tiempo, lo primero, muy escaso. Si -como decía Santo Tomás de Aquino- la valentía es la virtud que "permite adherir la voluntad al bien que le presenta la inteligencia aunque pueda sufrir los males más grandes", se entiende muy bien por qué el número de los valientes es tan corto. ¿El bien que presenta la inteligencia? ¿Sufrir males? Son preguntas que parece que en nuestro tiempo no tienen lugar, porque lo que hacía valientes a los profetas, lo que les hacía estar dispuestos a sufrir la persecución, es que estaban revestidos de aquello de lo que la postmodernidad reniega: el Bien y la Verdad. Su encuentro con ellos había sido tan poderoso que sólo podían proferirlo, fuese cual fuese el coste.


Vivimos tiempos en los que la libertad es atacada de manera constante, unas veces por la arbitrariedad en el ejercicio del poder, otras -quizá las más eficaces- sembrando la molicie en la voluntad y la inteligencia de los ciudadanos. Mentes poco formadas y voluntades flácidas son la alfombra roja de la tiranía. Si queremos que la alfombra se convierta en dique y el dique en muralla, si queremos que el ejercicio del poder se restrinja a la más estricta justicia, no nos queda más remedio que rescatar el espíritu de los profetas. Para ello no necesitamos ni sayal, ni báculo, ni gritar por las calles. Sólo es necesario que cada cada uno escrute -precisamente- las entrañas de la justicia, hasta ser capaz de contemplar su belleza. Ella nos llevará siempre, sin descanso y sin temor, a defenderla donde y cuando haga falta. Y si esto le parece mucho, no sé, coja la Biblia o a los clásicos y lea.

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