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Estados Unidos arde desde hace algunos días. Metafórica y literalmente. Ver morir a Floyd George en streaming ha sido la gota que, una vez más, ha indignado a la sociedad norteamericana. Y es que la escena es sin duda desgarradora. No cabe en la mente humana porqué algo así puede llegar a suceder. ¿Qué lleva a un hombre, a un agente de la ley, a acabar de esa manera con la vida de otro? Que las intervenciones policiales tengan víctimas es algo que se puede comprender, pero que Derek Chauvin decidiese apretar con la rodilla sobre aquél hombre hasta matarlo es simplemente un absurdo brutal.


Sin embargo, a pesar del cliché -policía blanco mata a hombre negro- es posible que el árbol nos invite a pensar que todo es corteza y nos impida ver el bosque. ¿La violencia policial en EE.UU. es simplemente una cuestión de racismo? Estas líneas no tratan de buscar culpables (esperemos que de eso se ocupen las instancias pertinentes), su objetivo es intentar detectar el origen de los síntomas de las dolencias sociales de Estados Unidos, que tienen pinta de ser crónicas. Porque lo que está sucediendo ahora en ese país no es nuevo para él. El "black problem" (desafortunado nombre que el demócrata Lyndon B. Johnson le dió a la cuestión de la integración de los negros en EE.UU) es algo que lleva amenazando con quebrar a los Estados Unidos desde muy pronto en su historia. Casi consiguió romper el país a mediados del XIX con Guerra de Secesión; lo hizo arder en el "68 long hot summer"; y últimamente, cada vez que alguien graba un abuso policial a un negro, lo vuelve a convulsionar.

¿Pero, Cuál puede ser el origen del problema? ¿Es sólo racial o hay otros factores? Es posible que una respuesta nítida exceda la capacidad de unos pocos párrafos, pero la cuestión merece un esfuerzo. Empecemos con algunos números: el año pasado en Estados Unidos murieron unas 1000 personas en actuaciones policiales al tiempo que unos 30 policías perdieron la vida en actos de servicio. De esos 1000 unos 250 (1) -el 25%- eran ciudadanos de raza negra que, aunque representa un 12,5% de la población total cometen un 52% de los crímenes. Por último conviene destacar que el 90% de los asesinatos de negros es a manos de otros negros, quedando un 60% de ellos sin resolver**. A partir de aquí se pueden hacer algunas deducciones interesantes.

La primera es que Estados Unidos tiene un problema de violencia policial. Tanto en lo que se refiere a muertes provocadas como recibidas (en lo que va de año han muerto 30 policías en EE.UU.)**. ¿La causa? Tal vez el tema requiera un análisis más profundo, pero seguro que la norma no escrita de la policía americana "primero dispara y luego pregunta" tiene que ver con las 1,2 armas por habitante que hay en América, frente al 0,15 de la UE.

La segunda es que los medios de comunicación difunden con mucha mayor intensidad los crímenes que siguen el patrón George Floyd que el resto de asesinatos entre negros en EE.UU. Prueba es eso es que para los que vivimos a este lado del charco el abuso policial en américa tiene un lugar, en nuestras mentes, mientras que nadie sabe que la primera causa de mortalidad en la población negra de 16 a 45 años es el asesinato por otra persona de su propia raza**. ¿De verdad los medios piensan que #everylifematters?

La tercera es que, aunque los negros están "sobre-representados" en el porcentaje de muertes policiales -el doble-, también lo están en el de criminalidad -cinco veces más. Para esta desproporción en la criminalidad las explicaciones más comunes son la raza -es decir un planteamiento racista- o la pobreza -es decir un planteamiento clasista-. Y ambas son falsas. En 1950 todo el mundo era más pobre en EE.UU. (los negros especialmente más) y la tasa de homicidios era ligeramente más baja que hoy (4,5 por cada 100.000 vs 5.5 a día de hoy). En 1950 aunque la proporción de negros era ligeramente menor, su población carcelaria infinitamente más baja. No, no son ni la pobreza ni la raza los que inducen al crimen entre los negros. ¿Qué es entonces? Habrá que señalar allí donde nadie mira: el gobierno y la familia.


A mediados de su primer mandato -heredado de Kennedy- Lyndon B. Johnson inició el conocido programa "Great Society", cuyo encomiable objetivo era el de "acabar con la pobreza y la desigualdad en EE.UU." a base de regar con dinero público (y déficit) el "problema negro". Los mayores beneficiarios de esos programas fueron los negros, no por el hecho de serlo, sino por que, efectivamente eran los más pobres. El hecho es que, como señala el periodista americano (y negro) Jason Riley, lejos de lograrlo, aquella enormidad de subsidios, ayudas y discriminaciones positivas interrumpió la tendencia positiva de la población negra en la mejora de su calidad de vida. Para muestra un botón con dos datos: entre 1940 y 1960 -afirma el propio Riley- el número de negros bajo el umbral de pobreza cayó un 40%. En ese mismo periodo el porcentaje de negros que accedían a empleos cualificados crecía más rápido que el de los blancos. Tras el inicio de aquél programa y a pesar de la conquista de la comunidad negra de importantes derechos civiles en ese mismo periodo, la tendencia se ralentizó hasta desaparecer y después retroceder. ¿Por qué? Porque las políticas subsidiadoras casi siempre producen incentivos contrarios a lo que pretenden. Este fenómeno se produjo con especial claridad en el ámbito educativo, en el que las facilidades a los negros para el acceso a la educación produjo una drástica caída en sus resultados y un abandono crónico de los estudios. Pero el epítome de este desastre gubernamental lo señala el historiador británico Paul Johnson en sus obras "Modern Times" y "A History of the Américan People". Siempre con la fantástica intención de paliar el problema de las madres solteras, el Gobierno americano estableció un subsidio automático para mujeres en esta situación. Las receptoras fueron sobre todo, mujeres negras, no por el hecho de serlo sino -como antes- por ser la mayoría de mujeres en esa situación. Pero de nuevo, el subsidio no hizo sino acentuar el fenómeno que buscaba paliar. En 1996, cuando se constató el desastre y se eliminó esta ayuda el 60% de los niños de familias negras en EE.UU. nacían en un hogar sin padre, con madres que a veces tenían hijos para tener un subsidio y que casi siempre tenían que tirar solas del carro. Si se rasca un poco más en el dato las cosas se vuelven todavía más evidentes: en Washington DC -una de las ciudades con más criminalidad- la tasa de niños negros nacidos en hogares monoparentales era del 90% a finales de los 90 (3).


Alguno puede pensar que relacionar la criminalidad negra de EE.UU. con la desestructuración de la familia es coger el rábano por las hojas, pero si se quiere es fácil de entender. La familia es el fundamento de la sociedad, es donde los seres humanos aprendemos a amar y a ser amados por lo que somos, es donde aprendemos cuales son los valores esenciales y como encarnarlos en virtudes. Donde no está la presencia del padre hay un enorme vacío de afecto, un silencio sobre nuestro origen,un enorme vacío de sentido. Cuando la única referencia de varón es el hombre que hoy está con tu madre y al día siguiente se ha ido, o el camello veinteañero de la esquina, es muy difícil que un chico aprenda el valor del compromiso o del trabajo duro. El crimen no es una cuestión de raza, ni de miseria material, es una cuestión de miseria moral. Desde luego una familia funcional no es garantía de integridad... y viceversa. Pero es en casa donde los seres humanos aprendemos a ser eso, humanos. Es probable que un problema tan complejo tenga muchas causas, pero seguramente el problema del racismo en EE.UU. tiene más que ver con el delito que con la raza; y el problema del delito, tenga más que ver con la familia que con la pobreza. Mucho se podría discutir sobre la capacidad de retroalimentación que hay entre pobreza y fragilidad familiar. Mientras lo descubrimos lo que sí podemos hacer es pedirle a los burócratas que se estén quietos y no metan las narices en la familia. Hay en el espíritu humano energías e ingenio suficiente para arreglar nuestros propios problemas, la limosna estatal no mejora las cosas. Como decía el propio Riley "el problema de la violencia negra en EE.UU es un problema que se da principalmente entre negros y que los propios negros tienen que resolver". Nuestra escuela de Salamanca (s. XVI) dejó muy claro que el derecho natural es el límite de los gobiernos. Que nadie estropee nuestras familias es probablemente el más natural de los derechos. A los medios de comunicación, de paso, se les puede pedir varias cosas. Desde luego que sean altavoz de los oprimidos, pero también que no acudan a la noticia como los buitres a la carroña, que dejen de lado el oportunismo político, que se atrevan a abuchear ahora lo que antes aplaudían y que ayuden a los ciudadanos a contemplar los problemas con altura y profundidad.


 

(1) Datos provenientes de la base de datos del periódico "The guardian". Hasta este año el Gobierno de EEUU no ha realizado estadísticas específicas sobre muertos por actuaciones policiales.

(2) Datos del censo del Gobierno de los EEUU y del FBI.

(3) Datos expuestos por Paul Johnson en sus obras citadas.



Actualizado: 1 jun 2020

Descalzos, o con unas miserables sandalias en los pies, vistiendo un sayal en vez de coraza; blandiendo el báculo en lugar de espada. De cuando en cuando aparecían en los grandes palacios con sus barbas largas y sus sucias cabelleras, pero con la mirada limpia y fulgurante. En realidad no eran 'nadie', ni grandes guerreros, ni aristócratas, ni poetas, pero allí estaban, sin violencia pero con fuerza. Llegaban a los pies de los tronos de los poderosos para señalar con su dedo al monarca que fuese y denunciar sus injusticias: eran los profetas de Israel y, por algún extraño motivo, aquellos gobernantes -acostumbrados a la arbitrariedad y muchas veces al crimen- les escuchaban. Luego -por supuesto- les tocaba huir, esconderse en los bosques y las grutas y temer por su vida cada día. Pero cumplían con su cometido, protegidos por una extraña aura llegaban, soltaban su bombazo y se iban. Después -como los guerrilleros-, aparecían, soliviantaban al pueblo y desaparecían en el desierto.


Da igual la creencia que uno profese o que no profese ninguna. La Biblia, Homero, Shakespeare, El Quijote, la Divina Comedia... hay libros y autores sin los cuales no se entiende Occidente. Hay principios humanos, formas de ser propias de nuestra cultura que tienen su origen en ellos. Si el espíritu de las armas de Atenea -del que hablábamos el otro día- es uno de ellos, el espíritu de los profetas de Israel es otro. Podemos preguntarnos -y es justo hacerlo- qué puede aprender un ciudadano del Occidente moderno de estos seres grotescos (sí, grotescos, puesto que vivían en grutas). Muy sencillo: la valentía frente al poderoso. Cuando uno lee los relatos de la vida de estos hombres o sus profecías, se encuentra una y otra vez con hombres solitarios, poco comprendidos -pero admirados de una u otra manera- que se encaraban al monarca o el juez de turno (judío o extranjero), para avisarle que los derechos de Dios, de los huérfanos o de las viudas no eran respetados y que por ello las consecuencias serían terribles. Por otro lado, podemos asumir -o no- que el ejercicio del poder es algo necesario, pero lo que es indiscutible es que tiende siempre a extenderse. El que lo tiene con frecuencia se ve tentado de extralimitarse. Es ahí donde el espíritu profético se vuelve necesario para que las sociedades libres lo sigan siendo. No importa lo bien hechas que estén las leyes, lo bien que estén separados los poderes o lo buenos que sean los mecanismos democráticos. Donde no haya ciudadanos con espíritu profético, habrá poderosos dispuestos ampliar su poder.


Sin embargo, llegados a este punto se puede confundir la capacidad profética con el espíritu de protesta. Lo segundo es abundante en nuestro tiempo, lo primero, muy escaso. Si -como decía Santo Tomás de Aquino- la valentía es la virtud que "permite adherir la voluntad al bien que le presenta la inteligencia aunque pueda sufrir los males más grandes", se entiende muy bien por qué el número de los valientes es tan corto. ¿El bien que presenta la inteligencia? ¿Sufrir males? Son preguntas que parece que en nuestro tiempo no tienen lugar, porque lo que hacía valientes a los profetas, lo que les hacía estar dispuestos a sufrir la persecución, es que estaban revestidos de aquello de lo que la postmodernidad reniega: el Bien y la Verdad. Su encuentro con ellos había sido tan poderoso que sólo podían proferirlo, fuese cual fuese el coste.


Vivimos tiempos en los que la libertad es atacada de manera constante, unas veces por la arbitrariedad en el ejercicio del poder, otras -quizá las más eficaces- sembrando la molicie en la voluntad y la inteligencia de los ciudadanos. Mentes poco formadas y voluntades flácidas son la alfombra roja de la tiranía. Si queremos que la alfombra se convierta en dique y el dique en muralla, si queremos que el ejercicio del poder se restrinja a la más estricta justicia, no nos queda más remedio que rescatar el espíritu de los profetas. Para ello no necesitamos ni sayal, ni báculo, ni gritar por las calles. Sólo es necesario que cada cada uno escrute -precisamente- las entrañas de la justicia, hasta ser capaz de contemplar su belleza. Ella nos llevará siempre, sin descanso y sin temor, a defenderla donde y cuando haga falta. Y si esto le parece mucho, no sé, coja la Biblia o a los clásicos y lea.

Por Ulises Galt


… Y si mi destino es morir en las naves de los aqueos de broncíneas túnicas, lo acepto: que me mate Aquiles tal luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.


La Ilíada, canto XXIV – Homero


Hoy el gobierno ha decretado el luto nacional durante diez días, después de más de 27.117 muertos oficiales por coronavirus. Los cambios en los conteos, los bailes de cifras, las diferencias entre registros… aun obscenos y a pesar de la emergencia sanitaria, no deben servirnos de escusa para aceptar un hecho: cuánto les hemos fallado a nuestros muertos, tanto en sus últimos momentos como también después. Hemos fallado. Es cierto que unos tienen más responsabilidad que otros, pero si buscamos un culpable, mirémonos al espejo. Deberíamos decirnos una y otra vez a nosotros mismos: “Yo no tuve el valor que tuvo Antígona”.



Antígona, relata la tragedia de una de las hijas de Edipo rey de la antigua Tebas. Tras la su muerte, sus hijos se asesinan por el control de la ciudad. Uno, Etéocles, defendiéndola del otro, Polínices. Creonte, su tío y nuevo gobernante de Tebas ordena dar sepultura con honores al primero, mientras que ordena que al otro hermano no solo no se le entierre dejando su cadáver a merced de las bestias salvajes, sino que ordena custodiar el cuerpo para que nadie pueda llorarle bajo pena de muerte. Bajo este escenario empieza la obra y Antígona le pregunta a su hermanaIsmene: “¿Te has enterado ya o no sabes los males inminentes que enemigos tramaron contra seres queridos?” Antígona defiende que a pesar de la ley de Creonte no va a dejar de enterrar al hermano de ambas. Ismene la intenta disuadir de hacerlo por el castigo que recibirá, ante lo que Antígona afirmará que – Él

(Creonte) no tiene potestad para apartarme de los míos– Detengamos la historia para poder reflexionar:

Es cierto que una emergencia sanitaria exige ciertas medidas extremas para evitar contagios. Sin embargo, ¿Cuántos muertos no han podido ser llorados y despedidos honrosamente? ¿Hemos hecho todo lo posible por no dejar que nos apartaran de los nuestros? ¿No deberían las autoridades y los gobiernos haberse estrujado más la cabeza para impedir que la gente muriera en masa completamente sola? ¿No deberíamos haberlo hecho nosotros mismos?


Volviendo a Tebas mientras Ismene (nuestro fiel reflejo frente a la heroica figura de Antígona) fracasa intentando disuadir a su hermana con vanas palabras – hay que aceptar los hechos: que somos dos mujeres, incapaces de luchar contra hombres; que tienen el poder, los que dan órdenes, y hay que obedecerlas, estas y todavía otras más dolorosas – para después reconocer su falta de fortaleza – en cuanto a mí, yo no quiero hacer nada deshonroso, pero de natural me faltan fuerzas para desafiar a los ciudadanos. Antígona es apresada cuando intentaba enterrar a su hermano y condenada a muerte (encerrada en una cueva hasta morir). Todo ello a pesar de ser la futura esposa del Hemón, hijo de Creonte, que intenta, sin éxito, convencer a su padre de que sea prudente. Finalmente, entre Tiresias (adivino que le amenaza de la ira de los dioses) y Corifeo (en representación de los ancianos que le advierten del sentir de La Polis respecto a la condena de Antígona) consiguen convencer a Creonte de que rectifique, acudiendo raudo a enterrar al muerto personalmente ante el miedo a la ira de los olímpicos. Pero ya es tarde. Antígona se ha ahorcado en su tumba viviente. Hemón muere tras clavarse su espada bajo los pies de Antígona mientras lo contempla su padre. Eurídice, mujer de Creonte, se suicida al enterarse de la muerte de su hijo Hemón. Creonte se repudia a si mismo. Trágico final en el que Corifeo concluye así: “Con mucho, la prudencia es la base de la felicidad. Y, en lo debido a los dioses, no hay que cometer ni un desliz. No. Las palabras hinchadas por el orgullo comportan, para los orgullosos, los mayores golpes; ellas, con la vejez, enseñan a tener prudencia.” Prudencia.


La antigua Grecia pasó a hace siglos. Entonces los entierros de los ciudadanos constaban

de dos momentos ineludibles. La Prothesis, exposición pública rodeado de familiares velándole y la Ekphorá, procesión nocturna al lugar de descanso del muerto después de incinerarlo en una pira, siempre con monedas debajo de la lengua o en los ojos para pagar a Caronte y poder entrar en el Hades. El luto, eran 30 días... Pero si eras un esclavo, no se consideraba necesario honrar al muerto. Desafortunada similitud con la situación actual. A pesar de las diferencias, a nosotros tampoco se nos ha permitido enterrar a nuestros muertos, con unas circunstancias más comprensibles debido a la pandemia, pero a su vez con un castigo menor al que se sabía condenada Antígona. Nuestro presidente del gobierno se ha apresurado esta semana a decretar el luto tras miles de muertos, al igual que Creonte se apresuraba a enterrar personalmente a Polínices para eludir la ira divina. Creonte también decía cuando le intentaban persuadir de su error – Aquel que la ciudad ha instituido como jefe, a éste hay que oírle, diga cosas baladíes, ejemplares o lo contrario – otra desafortunada similitud. Sin embargo, nuestro Creonte es incoherente y el castigo que promulga a los que lloran a los muertos no sigue su propia ley, otorgando salvoconductos a los terroristas para velar a sus muertos, o haciendo la vista gorda cuando la ciudadanía despide honrosamente a Julio Anguita. Nuestro Creonte no sufre la tragedia personal que sí muchos ciudadanos. Nuestro Creonte no se repudia, ni renuncia a gobernar ante las

consecuencias de sus errores. Nuestro Creonte, para nuestra desgracia no es griego (ni antiguo, ni moderno). Mientras tanto heroicos Antígonas anónimos han velado a nuestros muertos en sus últimos momentos. Hoy, por fin, banderas a media asta. Caronte, con la barca rebosante, reclama sus miles de óbolos.

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