Por Íñigo Alfaro
La ciudadanía libre -igualdad de derechos y capacidad de poder decidir en la cosa pública- es, en realidad, algo muy raro en la historia. Si uno observa los últimos cuarenta siglos de a lo ancho del planeta, se dará cuenta de que la mayoría de los seres humanos no han gozado (o no gozan) de esa condición. Quizá por eso la podamos considerar casi como un privilegio. ¿Pero que es lo que hace que esto suceda? En general, nada en la historia surge de repente. Incluso las revoluciones más violentas suelen tener un germen que lleva siglos latente llegando a perderse el origen de los hechos en el mito . Pero un vistazo a los orígenes tal vez nos ayude a averiguarlo.
La libertad ciudadana cristaliza por primera vez durante el periodo griego clásico, en la celebérrima democracia ateniense. Desde luego, si la comparamos con las democracias actuales, la de Atenas no pasaba de ser una aristocracia extendida o, como mucho, una democracia muy restringida. Pero ahí estaban, los ciudadanos libres, iguales entre ellos, con capacidad de intervenir y votar en la asamblea que elaboraba las leyes, de elegir a los magistrados que les gobernaban y de postularse ellos mismos para esos cargos. Eran relativamente pocos pero, ¿por qué ellos?
La democracia Ateniense fue una rareza siempre amenazada -tanto por persas como por otras polis griegas- lo cual la abocó a defenderse de manera más o menos constante. Esta coyuntura -el surgimiento de un pequeño grupo de ciudadanos con armas propias y la necesidad de la aristocracia gobernante de tropas eficientes para la guerra- fue el caldo de cultivo perfecto para que el germen de la libertad apareciese, se desarrollase y cristalizase.
La condición para ir a la guerra era muy sencilla: si los gobernantes querían que esos ciudadanos fuesen, se tendría que contar con ellos en la asamblea para declarar la guerra. A partir de ahí, este grupo de hombres fue conquistando el derecho a tomar cada vez más decisiones políticas, hasta convertirse en ciudadanos libres e iguales. Por eso para tener la plenitud de la ciudadanía en Atenas el servicio militar se convirtió en obligatorio. Si es verdad que origen de algunos hechos se pierden en el mito, se entiende muy bien por qué Atenea -la diosa de la ciudad- nació de la cabeza de Zeus vestida con armadura y lista para la guerra: la libertad debía ser defendida.
Sin embargo la democracia ática duró poco. Con el paso de unas pocas generaciones los atenienses dejaron de querer defender sus murallas y sus leyes, empezaron a contratar mercenarios y dejaron de preocuparse por la cosa pública. Cuando Filipo de Macedonia llegó a conquistar Atenas, Atenea ya no vestía la armadura, ni estaba preparada para la guerra, sus armas se habían corroído, las había cambiado por el triclinium y se había convertido en una señora flácida que cortejaba a su invasor. Era el fin de la libertad. Muchos siglos han tenido que pasar hasta su reaparición.
Las lecciones que da la historia nunca tienen el carácter apodíctico de las ciencias naturales, siempre están sujetos a matices e interpretaciones. Pero no por ello son menos claras. La experiencia de Atenas -aunque no sea la única- deja una reflexión que merece ser escuchada: la libertad es una rara avis que, de no ser defendida, muere depredada. Es verdad que en los últimos veinte siglos hemos ido asimilando que la dignidad humana es algo universal y que la libertad personal y política no es cuestión de armaduras. Pero eso no quiere decir que la libertad ya no corra peligros externos y -sobre todo- internos. La Renta Vital Mínima, que está a punto de entrar en vigor, es un paradigma de ley narcotizante, pero sería miope fijarse sólo en ella. Cabe preguntarse si las leyes que llevamos décadas elaborando (educativas, fiscales, civiles) nos disponen a la defensa de la libertad o hacen de nosotros la caricatura del ciudadano que Filipo encontró en Atenas a su llegada.
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