top of page

Actualizado: 26 may 2020

Por Íñigo Alfaro


La ciudadanía libre -igualdad de derechos y capacidad de poder decidir en la cosa pública- es, en realidad, algo muy raro en la historia. Si uno observa los últimos cuarenta siglos de a lo ancho del planeta, se dará cuenta de que la mayoría de los seres humanos no han gozado (o no gozan) de esa condición. Quizá por eso la podamos considerar casi como un privilegio. ¿Pero que es lo que hace que esto suceda? En general, nada en la historia surge de repente. Incluso las revoluciones más violentas suelen tener un germen que lleva siglos latente llegando a perderse el origen de los hechos en el mito . Pero un vistazo a los orígenes tal vez nos ayude a averiguarlo.


La libertad ciudadana cristaliza por primera vez durante el periodo griego clásico, en la celebérrima democracia ateniense. Desde luego, si la comparamos con las democracias actuales, la de Atenas no pasaba de ser una aristocracia extendida o, como mucho, una democracia muy restringida. Pero ahí estaban, los ciudadanos libres, iguales entre ellos, con capacidad de intervenir y votar en la asamblea que elaboraba las leyes, de elegir a los magistrados que les gobernaban y de postularse ellos mismos para esos cargos. Eran relativamente pocos pero, ¿por qué ellos?


La democracia Ateniense fue una rareza siempre amenazada -tanto por persas como por otras polis griegas- lo cual la abocó a defenderse de manera más o menos constante. Esta coyuntura -el surgimiento de un pequeño grupo de ciudadanos con armas propias y la necesidad de la aristocracia gobernante de tropas eficientes para la guerra- fue el caldo de cultivo perfecto para que el germen de la libertad apareciese, se desarrollase y cristalizase.

La condición para ir a la guerra era muy sencilla: si los gobernantes querían que esos ciudadanos fuesen, se tendría que contar con ellos en la asamblea para declarar la guerra. A partir de ahí, este grupo de hombres fue conquistando el derecho a tomar cada vez más decisiones políticas, hasta convertirse en ciudadanos libres e iguales. Por eso para tener la plenitud de la ciudadanía en Atenas el servicio militar se convirtió en obligatorio. Si es verdad que origen de algunos hechos se pierden en el mito, se entiende muy bien por qué Atenea -la diosa de la ciudad- nació de la cabeza de Zeus vestida con armadura y lista para la guerra: la libertad debía ser defendida.


Sin embargo la democracia ática duró poco. Con el paso de unas pocas generaciones los atenienses dejaron de querer defender sus murallas y sus leyes, empezaron a contratar mercenarios y dejaron de preocuparse por la cosa pública. Cuando Filipo de Macedonia llegó a conquistar Atenas, Atenea ya no vestía la armadura, ni estaba preparada para la guerra, sus armas se habían corroído, las había cambiado por el triclinium y se había convertido en una señora flácida que cortejaba a su invasor. Era el fin de la libertad. Muchos siglos han tenido que pasar hasta su reaparición.


Las lecciones que da la historia nunca tienen el carácter apodíctico de las ciencias naturales, siempre están sujetos a matices e interpretaciones. Pero no por ello son menos claras. La experiencia de Atenas -aunque no sea la única- deja una reflexión que merece ser escuchada: la libertad es una rara avis que, de no ser defendida, muere depredada. Es verdad que en los últimos veinte siglos hemos ido asimilando que la dignidad humana es algo universal y que la libertad personal y política no es cuestión de armaduras. Pero eso no quiere decir que la libertad ya no corra peligros externos y -sobre todo- internos. La Renta Vital Mínima, que está a punto de entrar en vigor, es un paradigma de ley narcotizante, pero sería miope fijarse sólo en ella. Cabe preguntarse si las leyes que llevamos décadas elaborando (educativas, fiscales, civiles) nos disponen a la defensa de la libertad o hacen de nosotros la caricatura del ciudadano que Filipo encontró en Atenas a su llegada.


Actualizado: 26 may 2020

Por Íñigo Alfaro


La dictadura, es una figura de gobierno que -por méritos de sus detentores- ha envejecido muy mal. Hace ya varios siglos que ser dictador no tiene ningún prestigio, a no ser, por supuesto, que se sea de izquierdas, en cuyo caso todo cambia. Pero dejemos de lado a los poseedores del bien y del mal y centrémonos en el común de los mortales.


La dictadura aparece como una alta magistratura en la República Romana. Era una figura utilizada en caso de extrema emergencia (¿les suena?), debía ser nombrado por el Senado y su duración era de seis meses. Durante este periodo el Dictador, merced a la urgencia de la situación, detentaba todo el poder, quedando el Senado y las demás magistraturas prácticamente suspendidas (sí, seguro que ya les suena). El lector se puede imaginar sin mucha dificultad por qué esta magistratura ha envejecido tan mal: era muy tentador ser dictador y extralimitarse de sus funciones. Cambiar una ley aquí, dar una ayudita allá, colocar a unos amiguetes acullá... Pero no, todavía no estoy hablado de quienes ustedes creen. El primero en utilizar estas vueltas de tuerca fue Lucio Cornelio Sila: modificó la constitución romana, amplió el Senado para poner a sus partidarios y disminuyó el poder de los tribunos. Tuvo la decencia de retirarse, pero el daño ya estaba hecho: treinta años después llegó al poder un tal Julio César. El final de esa historia ya lo conocemos.


El hecho, es que lo que los romanos llamaron dictadura, hoy lo llamamos estado de alarma. Esto no implica ninguna valoración moral del hecho. Puede ser necesario que en situaciones extremas, cuando el peligro lo justifica, alguien detente todo el poder. Pero la realidad es que nuestro ínclito presidente Pedro Sánchez está ejerciendo, de facto, como dictador. Sin embargo en esto acaban las coincidencias entre César y Sánchez. Al primero se le recuerda como gran estratega militar, brillante cronista (autor original de sus obras), y, más allá de sus fallos de cálculo, astuto político. En último, sólo será recordado por su torpeza, su ego y... ¿por su maldad? Porque aquí cabe hacerse algunas preguntas esenciales ¿está justificado nuestro estado de alarma? ¿Vivimos en una situación que requiera un recorte tan brutal de los derechos civiles? Algunos hechos nos pueden ayudar a responder:

tabla elaborada por el Prof. del IESE Luis Huete. Relación entre muertos por millón y contracción económica

Primero: somos, en reñida disputa con Bélgica, el país del mundo con más muertos por millón por coronavirus. Cuando el Gobierno quiera contar bien a los fallecidos el liderato en este ranking será absoluto. Encabezamos también la lista de porcentaje de sanitarios infectados.

Segundo: lideramos -esta vez en estrecha disputa con Italia- el nivel de contracción económica (cercana al 10%).

Tercero: España es el único país de Europa en el que se han utilizado recursos constitucionales de emergencia para controlar la situación. En el resto del continente se han utilizado mecanismos ordinarios.

Cuarto: nuestro gobierno es el líder indiscutible en bochorno ciudadano. Empezando por la compra de mascarillas fake y terminando por la improvisación más absoluta; el número de sonrojos que nos ha producido la gestión de nuestro gobierno no ha tenido fin. Si no hubiese muerto gente sería hasta divertido.

Quinto: el gobierno está aprovechando la situación tanto para legislar vía decreto asuntos de extrema gravedad que nada tienen que ver con el estado de alarma, o para promover procesos legislativos de suma importancia.


Creo que no hace falta seguir. Nuestro estado de alarma no sólo nos recorta derechos esenciales, sino que no está siendo efectivo en absoluto: morimos más que nadie, nos empobrecemos más que ninguno. Y sin embargo el gobierno con una mano blande el miedo a la ciudadanía, mientras que con otra le prepara la sopa boba, a la que ahora se le llama renta mínima vital. Panis et circensis es una fórmula que siempre ha funcionado. Quizá por eso al Presidente le preocupe tanto el inicio de la liga de fútbol. ¿Hasta cuándo tendremos que aguantar esto?


Por desgracia entre el dictador romano y el nuestro todavía hay una preocupante divergencia. A César le salió caro, pero a nuestro Presidente le han explicado desde el Atlántico Sur como se hacen las cosas (aunque todo pude ser, porque Pablo, ya sabemos, es un hombre honrado).


La jugada está bastante clara. Pero si César triunfó -literalmente- fue porque las masas lo aclamaron. Al inicio de la obra Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn, aparece una idea sobrecogedora: el comunismo no hubiese triunfado en Rusia si cada ciudadano, al ser arrebatado de su casa de noche, se hubiese revuelto con estruendo. Tal vez por eso haya llegado la hora del clamor. No se trata de salir a la calle en tropel como si la enfermedad no existiera, pero es necesario entender que cada balcón, cada cada ventanilla, cada paseo, deben ser una pancarta y un altavoz de la auténtica democracia: #gobiernodimisionya, #Sanchezveteya, #dejaddearruinarnos. Mientras no lo hagamos"Ave Sánchez, morietur te salutant!".

 

* Ave Sánchez, los que están muriendo te saludan!

1
2
bottom of page